Las crisis cíclicas son algo inherente al sistema de producción capitalista. La sucesiva compra-venta de activos con el único objetivo de ganar beneficios no sólo es la base del actual sistema económico mundial, sino que también es la causa de la gran mayoría de recesiones y crisis económicas, desde la Gran Depresión de 1929 hasta la crisis de 2008 de cuyos efectos aún no se ha recuperado el mundo occidental, donde el neoliberalismo es ley y donde la intervención estatal, si no es para rescatar a la banca con el dinero de las arcas públicas, brilla por su ausencia.
China, con una política económica interior fuertemente regulada y proteccionista en contraste con una política exterior liberal, mercantil e incluso imperialista, parece ser capaz de afrontar estas crisis cíclicas de una manera más eficaz que el Occidente neoliberal, con unos gobiernos al servicio de las multinacionales y, ante el inviolable mantra del liberalismo, incapaz de poner freno a una burguesía internacional cada vez más poderosa y enriquecida. No nos equivoquemos: China es igual de capitalista que Estados Unidos, por mucho que le duela a la legión de admiradores de Xi que en su desesperación por encontrar una corriente comunista medianamente decente creen que para dentro de cinco años Mao resucitará de su mausoleo y pondrá fin a lo que ellos denominan “NEP China”. Una NEP que dura, por el momento, cuarenta años y que curiosamente viene después de la colectivización maoísta. Por lo visto revertir todo el trabajo de Mao, por muchos errores que tuviese, era necesario a la hora de implementar esta NEP, una NEP muy curiosa por cierto, porque cuenta con bolsa de valores, algo que no sé le pasó por la cabeza ni al más derechista de los integrantes de la facción de Bujarin.
Solamente el tiempo nos dirá si el modelo corporativista chino es capaz de evitar la depresión económica. Tal vez la China de Xi acabe por demostrar el éxito del integralismo fascista, o el fascismo, de Mussolini. La cuestión es que el denguismo ha sido un éxito, por lo menos para el Estado chino. Pocos imaginaban en 1980 que China acabaría convirtiéndose en la primera potencia mundial, en todo caso, y aunque hoy nos suene raro, se pensaba en Japón. Basta con ver películas como la olvidada por todos Robocop 3, que aunque sea posterior a la crisis económica japonesa bebe de las influecias de la década anterior, para ver la paranoia estadounidense con un futuro dominado por las corporaciones niponas, por los zaibatsus cibernéticos. Mejor ejemplo, aunque más sutil, es Blade Runner, con sus neones en japonés que acabaron por marcar, junto a obras niponas como Akira, la estética del Ciberpunk. Incluso en Regreso al Futuro 2 el jefe de Marty es un insensible japonés que no duda en despedirle por videoconferencia.
Para desgracia de los liberales, el gigantesco crecimiento económico que vivió Japón tras la destrucción de la Segunda Guerra Mundial poco o nada tuvo que ver con la mágica mecánica del mercado regulada por la mano invisible de Adam Smith. En todo caso, y al igual que en las dictaduras surcoreana y singapurense, el mérito recae en la mano del Estado, que como indiqué en una entrada anterior y con un tono más serio, se dedicó a pagar subsidios y a financiar la investigación. La cuestión es que Japón entre 1955 y 1973 crecía a un ritmo de entre el 6 y el 12% anual (hablamos del PIB), cifras muy similares a las que manejó China durante esta última década. España por su parte no ha llegado a superar ni siquiera el 4% en la última década, eso cuando no ha tenido cifras negativas (-3% en 2012, mejor no tengamos en cuenta el covid y el -10,8% de 2020).
Pero en el paraíso capitalista todo lo que sube baja y Japón no era una excepción. Entre 1986 y 1991 se formó una burbuja inmobiliaria que acabó por condenar a la que en su día fue segunda potencia mundial a una década de recesión de la que ha sido incapaz de recuperarse. En 1985 Estados Unidos y Japón firman junto al Reino Unido, Francia y Alemania occidental el Acuerdo Plaza a través del cual el dólar se deprecia. Como respuesta lógica a esta decisión el valor del yen sube. Otra burbuja más que habrá que sumar a la de los bienes inmuebles. Con una economía basada en las exportaciones, la revalorización del yen acabaría erosionando la economía del país del sol naciente. El Banco de Japón informaría que frenar la apreciación del yen era una prioridad nacional. Las medidas, como es costumbre en el capitalismo neoliberal, se quedaron cortas: Una política fiscal agresiva y la subida de los tipos de interés.
La especulación inmobiliaria seguía su curso, las empresas japonesas eran las que más valían del mundo y todos sabían que la burbuja iba a explotar. El índice bursátil Nikkei alcanzó su máximo histórico el 29 de diciembre de 1989, un 38.957,44. Ya ese mismo año se habían comenzado a notar los primeros síntomas de lo que venía. Los precios inmobiliarios en Tokio sufren una caída del 4,2%. Pero la hecatombe bursátil tendría lugar al año siguiente. El 4 de enero de 1990 el Nikkei estaba en 37,189. El 28 de diciembre en 23,849, una caída el 35%. Como es costumbre en la crisis, los problemas de la bolsa acaban en los bancos y entidades como el Industrial Bank of Japan, incapaces de conseguir capital, ya fuese en acciones o en préstamos, se vieron obligadas a liquidar sus activos en el extranjero, con pérdidas en la mayoría de los casos. El Estado tuvo que inyectar capital y dar créditos blandos que a efectos prácticos eran regalos de dinero. Resultado: bancos zombi, con un valor neto negativo y sobreviviendo gracias a, como irónicamente dicen los liberlerdos, papá Estado. Los beneficios de los cuatro bancos más importantes del país: Nomura, Daiwa, Nikko y Yamaichi cayeron en un 60%.
Además, durante la década de 1990 aparecen competidores peligrosos, sobre todo Corea del Sur, centrada en los mismos campos en los que Japón era puntero: Automóviles e informática. Comienza la década perdida de Japón, la década de 1990. En 1989 la deuda era de 65.51%. En 1999 alcanzaba el 129.50%. Los felices años ochenta no han vuelto a Japón. Si bien la situación mejoró ligeramente en la década del 2000, el auge de China como potencia industrial ha perjudicado al país nipón, incapaz de competir y que en 2021 tiene una deuda del 266% y una población excesivamente envejecida.
Lo que pocos sospechaban es que a finales de la década una nueva crisis iba a sacudir el continente asiático, en especial la parte suroriental. La crisis comenzó en Tailandia en 1997, país en plena expansión económica, con un crecimiento anual del 9% y que se había visto beneficiado de los Acuerdos de Plaza. La devaluación de dólar llevó a que el baht tailandés también se depreciase. Japón, cuya moneda no hacía más que ganar valor, se interesó por Tailandia y comenzó a invertir en el país asiático. El dinero no hacía más que llegar y el optimismo era lo normal: Con la elección de Chatichai Choonhavan en 1988 volvía la democracia y la Guerra vietnamita-camboyana en el país vecino llegaba a su fin, lo que daba estabilidad a Tailandia. Pese a la crisis económica de Japón en 1990, el bath tailandés comenzó a revalorizarse y acabó por convertirse en un bien más para especular. El 15 de mayo de 1997 la burbuja explota. Chatichai Choonhavan se niega a devaluar el bath. Cientos de edificios, sobre todo de oficinas, permanecían vacíos a la espera de un comprador. Los inversores occidentales entraron en pánico y comenzaron a retirar dinero del país. El bath sufrió una devaluación estrepitosa, Choonhavan hubo de dimitir y el FMI accedió a rescatar a Tailandia a cambio de, como es costumbre en ellos, la implementación de políticas neoliberales.
Para sorpresa de todos, la crisis se extendió a Indonesia, país con una inflación baja y con una balanza comercial más que favorable. Para enero de 1998 la rupia indonesia había perdido el 70% de su valor. Las empresas indonesias por lo general hacían sus préstamos en dólares americanos, aunque sus beneficios fuesen en rupias. No había dinero para pagar las deudas. Los disturbios se extendieron por todo el país y se vivió una oleada de violencia contra la comunidad china, cuyos negocios fueron saqueados. Además de decenas de violaciones, hubo varios asesinatos. El dictador Suharto, en el poder desde 1968, acabó por dimitir el 21 de mayo de 1998.
El tercer país en ser afectado por la crisis fue Corea del Sur, con una economía muy parecida a la japonesa y con un crecimiento espectacular, el llamado Milagro sobre el río Han, crecimiento impulsado por la dictadura de Park Chung-hee. En plena Guerra Fría el dinero estadounidense llegaba a Corea del Sur sin pausa alguna, dinero que Park utilizaba para financiar empresas ya existentes como Hyundai o para crear gigantescos conglomerados, los chaebol, como es el caso de Daewoo. Keynesianismo puro y duro, para pesadilla de los liberales coreanófilos. Otra pesadilla para la secta de la serpiente: Planes quinquenales en Corea del Sur, el primero en 1962 y el último terminando ya en democracia, en 1996. Se ve que Park, que mandó más de trescientos mil soldados a la Guerra de Vietnam, era un zurdito empobrecedor.
Chun Doo-hwan y ya en democracia Roh Tae-woo y Kim Young-sam continuaron con las políticas keynesianas, invirtiendo en la creación de nuevos chaebol con el objetivo de superar a Japón y constituirse como una potencia económica a nivel mundial. Poco a poco el neoliberalismo se abre paso y las empresas piden dinero a los bancos. Para cuando la crisis estalla en Tailandia las empresas surcoreanas están endeudadas. La corrupción era un fenómeno común y la economía surcoreana, aunque pareciese ir viento en popa, se sustentaba sobre una base débil. La estructura podía caer en cualquier momento. Kia Motors hubo de pedir préstamos de emergencia y Daewoo acabó en manos estadounidenses. La clase trabajadora surcoreana salió especialmente perjudicada, con el gobierno respondiendo a la crisis con medidas beneficiosas para la patronal y con austeridad. Corea logró salir de la crisis, pero a cambio las desigualdades crecieron enormemente.
Aun así, Corea del Sur sí que logró seguir con su crecimiento económico, a diferencia de Japón. Del 2000 al 2010 el crecimiento de Corea fue de un 4%, el de Japón de un 1%, si bien es cierto que, pese a la crisis, Japón tenía y tiene un PIB mayor que Corea del Sur. No obstante, ninguno de los dos (En 2021 Japón 4,8 billones y Corea del Sur 1,6 billones) es comparable al de China (14,7 billones). El crecimiento del gigante asiático es igualmente enorme y aunque en el último año se haya extendido el temor a una crisis inmobiliaria a raíz de los problemas económicos de Evergrande parece que las medidas estrictas del gobierno chino, que incluso llegó a demoler edificios vacíos de la empresa, han evitado el desastre. La cuestión es si el modelo chino, con una economía interior tan fuertemente controlada, es capaz de evitar las cíclicas crisis del capital.
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